23 de septiembre de 2015

Carlos Álvarez-Nóvoa

Recuerdo que en la obra Sublime Decisión de Miguel Mihura yo fui don José, el padre de mi amiga Cristina (Cecilia), ya jubilada. Recuerdo también que, aunque  mi edad contradecía a mi personaje, el hecho de haber salido de tres años de Jefe de Estudios en un tiempo muy conflictivo y el de tener dos hijos en edad escolar y –lo que es peor- extraescolar, el director me ayudó a hacer el papel de un padre viejecito que se debate entre los deseos de una hija y los prejuicios sociales, un anticipo quizás de mi vida real.
El director de la obra era Carlos Álvarez-Nóvoa y este atardecer, en el que dudo de si debo estar allá donde se encuentre su cuerpo, lo recuerdo con especial cariño. Recuerdo aquellos días de duro trabajo en el Auditorio de Mairena. Recuerdo que en la primera lectura a mí no me gustó especialmente el texto, pero él me entregó mi personaje y mi papel con tanta confianza y generosidad que desde ese momento me creí don José. Recuerdo que nadie era puntual, salvo él, porque todos, ¿salvo él?, teníamos otras cosas más importantes que hacer. Recuerdo que nunca se enfadaba, pero un día dijo “Para mí el teatro es lo más importante” y todo entendimos lo que quería decirnos y yo comprendí que lo que decía era la pura verdad de su vida. Recuerdo los nervios que se pasan tres minutos antes de que te toque hablar y el vacío de estómago cuando piensas que se te ha olvidado el texto, pero recuerdo también que entonces Carlos me miraba sereno y las palabras y los sentimientos del viejecito don José se me venían a la boca con la naturalidad de un actor experto. Recuerdo el día que mandó traer todos los trajes del Centro Andaluz de Teatro y nos los fuimos probando: mi chistera, mi chaqué, mi bata, mi bastón, y mi gato… El gato no sé realmente de dónde salió, pero don José acariciaba siempre a un gato que a mí, persona y no personaje, me hacía estornudar porque era un peluche barato que atesoraba siglos de polvo en su vientre de estopa. Recuerdo que Carlos, un poco cansado de mi impericia, un día cogió el gato, lo acarició y aquel engendro de lanujas cobró vida y casi lo hizo maullar. Recuerdo que a veces el director era severo y yo, con cuarenta años bien cumpliditos, temblaba ante sus indicaciones. Recuerdo el día que vinieron Manolo y Vicente, los técnicos de luz y de escenografía del CAT, y bajo su dirección, nuestras palabras mal entonadas y nuestros gestos disparatados se hicieron por fin realidad teatral, puro espectáculo. Recuerdo que el día del estreno, -no hubo más funciones-, Sublime Decisión fue un éxito, y mi mujer y mis hijos aplaudieron a rabiar aunque a mí se me había olvidado una de mis cuatro frases. Recuerdo que el día de la cena final, ya en el postre, nos entregó a cada uno de los presentes un cuento suyo. Recuerdo que, mientras Carlos lo leía, Cristina lloró un poquito y yo no lo hice porque no podía sobreponerme a la vergüenza que me producía mi frase no dicha. El cuento, unas cuartillas sin grapar, no lo encuentro y ahora me da mucha rabia ser tan tremendamente despistado.

Después de aquel año vi a Carlos Álvarez en alguna que otra ocasión y tengo algunos correos suyos que hoy he releído con especial cariño gracias a que estas máquinas tan despiadadas no olvidan. Recuerdo una de las últimas veces que nos vimos; Carlos asistió al estreno de mi obra Desde el Cielo, en Coria del Río, y como yo me quejara, ante una rueda de salchichón agrio y un botellín de cerveza, de que empezaban a dolerme los huesos al levantarme, él me dijo: “Es que tú estás en lo peor de tu edad, y yo ya estoy en lo mejor de la mía”.
Si estuviéramos en un pueblo las campanas estarían todo el día doblando por él; esas palabras suyas ocupan hoy el espacio acústico de mi duelo y mi memoria.
Alguien dirá que el teatro, especialmente el teatro andaluz, acaba de perder a un gran actor, escritor y director. Yo no escribiré nada de eso: el teatro ha ganado tantísimo con su vida que quejarse ahora sería de necios. STTL, Carlos.

Germán Jiménez

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